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Los polígonos: la clandestina necesidad de otro tiempo

Fotos: SMN
La moto siempre ha sido, y será, un mundo duro y exigente con todos los que se han sentido atrapados por su magnetismo hasta la misma abducción. Pero si existe un apartado realmente inexorable con todos los que le profesan su devoción, ése es el de las carreras de velocidad. En los años 70, dentro de nuestro país, se vivieron momentos ciertamente extremos que llevaron a muchos de sus pilotos incluso más allá del límite de la ley, a veces con nocturnidad y no siempre con alevosía. Los polígonos fueron uno de sus escenarios.

Es medianoche en una de las calles desiertas que pasan junto a naves desoladas y almacenes que permanecen agazapados bajo el manto de la oscuridad. La calzada se dilata con el filo de la madrugada y se pierde entre las esquinas trazadas con escuadra y cartabón para dibujar la cuadrícula de un polígono industrial. Su asfalto y el cemento de sus aceras se muestran tan desolados, después de vivir una actividad febril con la luz del día, que no se reconocen en la noche, cuando forman parte de un paraje inhóspito con la línea de perros que ladran en su contorno. Y en el fondo, allá en la lejanía, el panorama se adivina como una pista de aterrizaje en la clarividencia que descubre la luz ambarina de las farolas rociada sobre el asfalto. La noche se siente quieta, paralizada. La brisa mediterránea parece combarse en el remanso industrial que se extiende al pie de la montaña de Montjuich. Estamos en la Zona Franca barcelonesa.

Un silencio imponente echa su manto sobre la inmensidad del recinto y cubre todo lo que alcanzan nuestros sentidos. Pero hay un momento en el que, a intervalos con la respiración pausada de esas horas, se intercala un sonido perdido que se adivina desde un remoto confín. Su nota continua apenas si se percibe, más bien se siente en el oído como el ronroneo de un moscardón tras el grosor de un cristal blindado, como una hélice surcando las aguas del Mare Nostrum.

El leve siseo se hace más y más perceptible a cada segundo, hasta sacarnos de nuestra primera duda, en la que lo achacábamos a una corriente de la atmósfera nocturna, o quizá a un reactor encarando el rebufo de sus motores desde la distancia que se abre hasta la pista de El Prat. El sonido se confirma finalmente, llegando como un potente zumbido que consigue volver nuestra mirada en busca de su origen. Pero no vemos nada.

Los decibelios aumentan por momentos, como muestra de un acercamiento que hace inminente su llegada; sin embargo, agudizamos la vista para buscar en el fondo de aquella lóbrega avenida, y no encontramos nada, nada en absoluto. Llega un momento en el que el zumbido sube el volumen hasta convertirse en una estridencia felina que rasga con su zarpazo la elocuente quietud que envuelve el paraje. Y aquel sonido, de un agudo metal, se nos echa encima con la sensación de que va a engullirnos en un santiamén.

Es entonces cuando, a través de la media luz, descubrimos un brillo de acero y adivinamos vagamente la silueta de la criatura que quiebra la quietud de la noche, con un sujeto encaramado a ella y agazapado detrás de sus formas esbeltas. Pero la estampa se percibe casi como una visión alucinógena, porque la secuencia que presenciamos a continuación llega tan fugaz que a penas si dura un segundo. La máquina pasa como un meteoro delante de nosotros y, sobrecogidos, no nos da tiempo nada más que a registrar una instantánea, un fotograma de nuestro cerebro en el que vemos dos ruedas llevando una forma en equilibrio a la que va abrazado un individuo tocado con un casco que le cubre toda la cabeza. La estupefacción nos deja paralizados mientras la trasera de aquel artilugio del demonio nos rompe el tímpano con su frenético aullido, más enrabietado aun al desaparecer en la luz que palidece su amarillo sobre el fondo del polígono.

Las carreras y las pruebas en los poligonos

Pura necesidad

Bueno. Pues esta escena figurada bien pudo vivirla…, quién sabe si un paseante lunático y meditabundo, o quien sabe si una pareja de novios viviendo su amor furtivo en medio de una noche suburvial. Y el tipo de la moto, no, ya le adelanto al lector que no era un loco, ni un delincuente, tampoco se trataba de un borracho, ni desde luego de un toxicómano llevado en volandas por los efectos del LSD; era, simplemente, un piloto de otro tiempo, tal vez de los 70, apretado por la triste y dura necesidad que se vivía entonces.

Sin atrevernos a señalarlo como el cénit, porque hacer esa distinción resulta particularmente complicado, sí que fueron años duros y sufridos por la obstinada protección del régimen franquista, y su inercia posterior, sobre una industria española de la motocicleta que quedaba a años luz del nivel que se exigía en cualquier campeonato fuera de nuestras fronteras. Una situación que se complicaba aun más por la imagen generalizada de proscrito que proyectaba sobre el resto de la sociedad cualquier quemado de entonces, más aun si sentía y manifestaba inquietudes de verdadero piloto.

Traficando con motos de carreras

Así resultaba que las motos con las que soñaban todos aquellos deportistas de la velocidad, las TZ 250 de Yamaha, eran traídas a España siguiendo las tretas más clandestinas y novelescas. Y es que, más allá de un leve rumor, resultaba un sonoro clamor el paso de más de una de aquellas maravillas, toda una carreras cliente de gran premio, cruzando la frontera desde Andorra con unas luces postizas y la copia de una matrícula grabada con las cifras y las letras que correspondían a un coche, a un camión o cualquiera sabe si a un vehículo agrícola.

El propio Víctor Palomo, todo un ganador del Trofeo FIM de 750 cc en 1976 (Con valor de campeonato del Mundo entonces), se vio denunciado ante la justicia por la importación ilegal de una moto de carreras, y se divulgó, además, en una noticia de telediario. Víctor, sí, que era todo un representante deportivo de España en el máximo nivel y que tan sólo pretendía llegar más allá en su trayectoria como piloto.

Carreras suburviales

Y en cuanto a la afición más quemada de la moto, vivía entonces sus bravatas en los bares, apoyadas en la barra e impulsadas muchas veces, cuando no catapultadas, por varias rondas de cervezas para volar como guantes arrojados con donaire que se recogían con una sonrisa de satisfacción. Todo acababa con una subida de vértigo al Tividabo, a Los Molinos, en un paso disparatado por las costas de El Garraf, por la variante que llevaba al vertedero las basuras de Gavá, o, en cualquier caso, sobre la carretera que serpenteaba hasta la cima del puerto más cercano. Disputas de barrio que representaban la versión española del Ace Café, la supuesta meca del vintage más de moda en la actualidad. Carreras que escenificaban los duelos más populares de una época cuajada de entusiasmo e ilusiones, como cualquier otra vivida en el mundo de la moto, y sumergida, sin embargo, en un momento rodeado y retenido por un mar de carencias.

Todo un mundo subterráneo, apartado en las trastiendas como las grandes timbas de póker en la época que vivían su prohibición, a la sombra de una ley más preocupada de otros asuntos, que abría una holgura suficientemente amplia para vivir de una forma furtiva aquella arrebatada pasión.

Polígono La Hiniesta, Zamora

Los entrenos de otro tiempo

Sin embargo, una cosa era ser un quemado de puerto o de carretera con acantilados, y otra bien distinta era pretender ser un verdadero piloto de entonces, con sus correspondientes entrenamientos y sus pruebas de la mecánica.

Con un circuito mundialista, caro y exclusivo como para exigir una cuenta monegasca a cualquiera que pretendiera entrenar allí con una mínima asiduidad, y con otro pequeño y familiar esquinado en un lado de la Península, el desarrollo de un campeonato, y más aun de los entrenamientos de los pilotos y sobre todo de las pruebas necesarias para evolucionar y poner a punto sus motos, dejaban a la gente de los carreras en una situación más que precaria que les obligaba a vivir, empujados por esa irrefrenable pasión, situaciones penosas y circunstancias de auténtico folletín, a las que nos se les encuentra ahora explicación con una mentalidad anclada en el presente.

Los polígonos

Así pues, ¿dónde probaban y dónde hacían la puesta a punto de sus motos los pilotos de antaño?

Mayoritariamente, en los polígonos industriales…, en los polígonos de noche.

Estos recintos, normalmente amplios y solitarios con la oscuridad, servían como la mejor pista de pruebas que pudiera encontrar, con una mínima disponibilidad, un piloto de los sesenta y setenta. Las propias marcas de entonces también los utilizaban, y quién sabe si pudiera haber sido el propio Santi Herreros, a lomos de la Ossa monocasco, el protagonista de la historia con la que hemos abierto este especial.

Esos polígonos ofrecían, también en ocasiones, zonas urbanizadas y asfaltadas pendientes aún de construir, que servían como pista improvisada para esa misma puesta a punto incluso a la luz del día. Esos polígonos, de hecho, sirvieron además como escenario para un Campeonato de España casi huérfano de circuitos, dejando en la historia el ejemplo de Lugo o de La Línea de la Concepción como recintos en los que los astros nacionales del momento libraron sus batallas más encarnizadas.

Aquellas pruebas de antaño se preparaban de un forma tan rápida como furtiva. Un mecánico se situaba en un extremo de la avenida y un compañero suyo en el otro. Y lo hacían sobre todo para alertar a cualquier coche, o a cualquier persona, que fuera a invadir la calzada en el momento de una prueba que viviría el piloto con una cabalgada demencial a lo largo de un escenario que ahora parecería sacado de la narrativa postnuclear.

Grupo en la exhibición clásicas de Zamora

El fin de una estrella

Todo acabó, o al menos el uso de los polígonos vivió un antes y un después, con el desafortunado accidente que tiró por tierra la carrera de uno de los pilotos más valientes que hemos tenido: Ricardo Tormo.

Era una mañana de 1984, en la que desobedeciendo las órdenes explícitas de César Rojo, director del equipo Derbi GP, que en ese momento estaba fuera de España, Ricardo, acompañado de sus mecánicos, no pudo resistir los deseos de hacer una prueba sobre la moto construida para la temporada siguiente. Y así fue cómo aquella mañana se aventuraron a rodarla en la calle de un polígono. En el momento en el que el piloto de Canals arrancaba para lanzarse a tumba abierta en una de sus tandas, un Simca 1200 se aproximaba a la avenida que servía de pista improvisada para aquella prueba. La mujer que lo conducía, tal vez temerosa de un abordaje delictivo en una zona desierta como aquella, no hizo caso a las indicaciones y aspavientos del mecánico que se había colocado estratégicamente en el cruce, e irrumpió con el coche en la calle, colocándose en aquel momento sobre la trayectoria de Ricardo.

El resto de la historia y su tristísima continuación, creo que ya son de sobra conocidos. Allí acabó la carrera de un bicampeón del mundo. Y es que así de precaria era todavía en los ochenta la situación que vivía la velocidad española, tan penosa como para que toda una campeona del mundo fuera a estrellarse contra un coche, a toda velocidad, en un escenario tan impropio y clandestino como el de un polígono industrial.

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