Publicidad
[the_ad_placement id="adsense-mega-2-mobile"]

Dos semanas sin carné

De cómo La Administración se permite la más laxa de las relajaciones frente a la premura de sus administrados, y de cómo retuerce cualquier explicación sobre su proceder, hasta penetrar en la oscuridad del absurdo sin brotarle el más mínimo sonrojo.

Hace 43 años, me saqué mi primer carné. Hablo del A-1, que por aquel entonces daba licencia para conducir motos de 75 cc. Hace poco más de cuarenta años, me saqué también mi segundo carné, el definitivo A-2 que me habilitaba para conducir todo tipo de motocicletas, con y sin sidecar. En ambos casos, subrayo: hace ya más de cuarenta años, pude contar al día siguiente con un flamante permiso provisional.

Aquel carné eventual era una modesta cartulina, con sus casillas delimitadas por líneas verdes impresas, dentro de las que se leían mis datos mecanografiados. El marchamo de un sello estampado sobre su blanca textura remataba el rigor oficial de aquel sencillo documento. Su tamaño, el de un DNI de entonces, poco más grande que el actual, pero, en cualquier caso, ajustado a una cartera de bolsillo.

Recuerdo muy bien el cómputo de aquellas horas que transcurrieron desde que aprobé el examen hasta que tuve en mi poder aquel valioso tesoro: mi permiso provisional para conducir. Nervioso como un púber y más ilusionado que un crío en la noche de Reyes, durante aquel día completo, los deseos de tenerlo en mi poder ardían en mi interior como la caldera de un volcán a punto de entrar en erupción. Sí, en 24 horas, dispuse de mi preciado carné, quedando gubernamentalmente habilitado para disfrutar de mi pasión en la vía pública. Y si hubieran tardado, si quiera un día más, creo que mis padres tendrían que haberme amarrado en casa con una camisa de fuerza.

Desde aquellos días hasta el momento actual, la Humanidad ha vivido dos revoluciones tecnológicas, a reglón seguido una de otra, y solo serán las generaciones venideras las que dispondrán de la capacidad para apreciar toda su magnitud, valorándolas desde esa atalaya a la que les irá elevando el mero transcurrir de nuestro verdugo universal: El Tiempo.

Efectivamente, la invención del microchip, y apenas sin dar tiempo a que la población de El Planeta asumiera la mitad de sus posibilidades, la creación y la extensión de Internet. Dos revoluciones que a uno se le antojan, y permítame el lector esta licencia sin que me tome por tal soberbio como para creerme un notable clarividente, dos revoluciones, decía, de una dimensión que les sitúa en la misma trascendencia, o mayor incluso, que la industrial con la máquina de Wat marcando el comienzo de la Era Moderna; dos revoluciones en el siglo XX de una importancia tan determinante como la propia invención de la rueda en la Era Antigua, o del mismísimo descubrimiento del fuego en los albores de nuestra especie.

Permiso de conducir provisional anterior.

Bien. Pues transcurridos esos años, que sobrepasan las cuatro décadas, y que sobre todo contienen esas dos revoluciones de singular trascendencia, un joven de hoy día se ve obligado a esperar catorce días, 14, para disponer de su permiso de conducir provisional, después de aprobar su último examen práctico. Dos semanas para tener en su poder un carné, al fin y al cabo, materializado en la vulgaridad de un folio que ni siquiera guarda la mínima dignidad que presentaba la cartulina de antaño. Un papel corriente y moliente, de tamaño A4, que cualquier estudiante perdería sumergido entre sus apuntes universitarios.

Ciertamente, La Administración continúa, más allá de justificar los escritos de Kafka con el paso del tiempo, haciendo honor y sirviendo de orla con su proceder actual a las publicaciones del narrador checo, que salieron a la luz en contra de su propia voluntad.

Sí. Uno se para ahora a pensar, y recapacita sobre el transcurso de esos cuarenta años largos, para encontrar más vigente que nunca el relato contenido en la novela El Proceso, un siglo después de su aparición en aquellas librerías ancestrales. Un relato del genio praguense, a la sazón, doctor en leyes, que desarrolla la trama más kafkiana posible, llevando a su protagonista a través de un laberinto de paredes construidas con los requisitos más extravagantes, siguiendo un itinerario obstaculizado por las barreras más inexplicables, conduciendo su recorrido a través de los vericuetos más tortuosos y retorcidos, por los desniveles más peregrinos, para guiarle indefectiblemente hasta un final, cierto e ineludible, que lo hunde en la más absurda de las fatalidades, y que a la postre representa un verdadero alivio para el lector.

Dos semanas para entregar un triste folio, en la segunda década del tercer milenio. Desde luego, todo un paso de gigante en el vanguardismo administrativo… ¡Por Dios! ¡Manda narices!

Relacionados

Lo último

Lo más leído