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Proyecto 24 HorEs-40 AñOs (XV): el amanecer

Fotos: SMN
Dejamos la aventura de las 24 Horas de Montmeló en plena madrugada, y la recuperamos ahora, con la vuelta del día, para atacar sus últimos cuatro capítulos, prácticamente, en una sola tacada. En esta entrega, se describe cómo se vive en la carrera un amanecer con una luz que hacía clarear ya la meta en el horizonte.

Había despertado de la que sería mi última cabezada durante la carrera, y descendía hacia los boxes desde el piso superior. La escalera adentraba mis pasos en la zona del paddok a cielo abierto, cuando alcé levemente la mirada, y el espectáculo que se adivinaba por el Este retuvo mi marcha para que me acodara sobre la barandilla a contemplar cómo los primeros zarpazos del alba rasgaban la oscuridad veraniega que había presidido las últimas horas de mi apasionante aventura.

Dos minutos después, estaba otra vez dentro del box 42, vistiéndome nuevamente de gladiador del asfalto para hacer mi guardia, justo antes de salir al foso y enfrentarme al que sería mi quinto relevo.

Había oído hablar mucho sobre el amanecer, momento crucial de la carrera. También lo había vivido como periodista en Le Mans, e incluso varias veces como espectador en los tiempos de las 24 Horas de Montjuich, viendo a los pilotos escalar entre dos luces la vertiginosa subida de San Jordi. Pero aquella situación de antaño era muy diferente, con tan sólo dos pilotos por equipo (nosotros éramos 4) y todo el día por delante, nada menos que hasta las ocho de la tarde. En estas 24 Horas de Montmeló, recordaba las palabras con las que me había orientado David Checa, diciéndome que, con la aparición del día, sientes ya la carrera al alcance de la mano, que la meta se adivina muy cerca; y eso que él recibe la llegada en el Mundial a las tres de la tarde, mientras que nosotros la teníamos bastante más cerca, justo en el mediodía.

Proyecto 24 HorEs-40 AñOs El amancer. Entrando en La Caixa

Los chicos del equipo Motocrom+50 me avisaron de que nuestra moto aparecería en cualquier momento delante del box. Me levanté de la hamaca en la que había intentado inútilmente un nuevo duermevela, me ajusté el casco, los guantes y me senté en el banquillo de los pilotos a esperar la aparición sobre el pit lane de la BMW nùmero 51, pilotada por mi compañero Miguel. Cuando lo hizo, me asomé al umbral del box y esperé a que el equipo concluyera su trabajo del cambio de neumáticos, de pastillas, finalizando con el repostaje. Pol me hizo la señal que esperaba, y me encaramé una vez más a la bestia de 200 CV.

Cuando salí a la pista, encontré el circuito perfectamente visible, con toda la claridad del nuevo día, pero sin que el sol hubiera roto aún el cielo con el fulgor de sus rayos más veraniegos.

Al hacer la primera vuelta, sentí la claridad del alba como un auténtico derroche de luminosidad, mostrando por fin el trazado con nitidez, después de haberlo vislumbrado durante tantas vueltas de oscuridad compartida con la luz artificial. Los rincones negros, como la curva Repsol o el viraje ciego que corona la popular subida de la Moreneta, revelaban de nuevo sus puntos ocultos, sobre los que había que pilotar durante la noche mitad a tientas, mitad de memoria, cuando no siguiendo el lazarillo rojo de otra moto. Pero el fulgor de la nueva mañana, anunciando la meta, todavía no había despuntado en el Este. En aquel momento, tan sólo se adivinaba sobre el fondo de la recta trasera, justo encima de la curva de La Caixa, el resplandor de un sol aún oculto tras las gradas del circuito.

En la vuelta siguiente, la intensidad del resplandor había crecido, y en cada una de las pasadas que llegaron a continuación, la naturaleza lo mostraba con más y más fuerza, hasta alcanzar una tensión en la que el horizonte no se veía capaz de contenerlo. En aquella llegada a la curva de La Caixa, se presentía que la luz se desbordaría en la vuelta siguiente, como el agua rebosante sobre el muro de una presa, proyectando una luz cegadora sobre la pista.

Así fue. Encarando la ciega que remata la subida de la Moreneta, ya se distinguía, sobre el vértice oculto de la curva, la fuerza de un sol estival que acababa de despuntar para saludar al domingo. Efectivamente. Al asomarme a la recta de atrás, los rayos alcanzaron mis ojos de plano, cegando totalmente la contra recta y la llegada a la curva, allá, en el fondo. Tan sólo me valía como referencia la que conservaba en la memoria, después de haber pasado por aquella frenada más de cien veces.

Proyecto 24 HorEs-40 AñOs El amancer subiendo por el curvón (3)

Durante muchos metros y con la bestia empujando en plena aceleración, la visión era absolutamente nula. Tercera, cuarta…, trece mil, catorce mil, quinta. Tan sólo me cabía rezar para que no hubiera caído ningún piloto con su moto sobre la pista, o que ningún otro objeto hubiera quedado posado encima de la trayectoria natural. En aquella circunstancia, más que nunca, sí que se imponía una verdadera fe ciega en la labor de los comisarios.

Bien es cierto que el paso por la recta de atrás, con la vista cegada y con la única orientación de la memoria, no tenía en sí ninguna ciencia más que enroscar el gas y aguardar mientras la moto avanzaba como una exhalación. Algo bien diferente y más delicado era calcular, o adivinar, lo que llegaría inmediatamente después. El momento de frenar, y también el de hacer el giro de la moto sobre la curva de La Caixa, se presentaba como el tiro curvo de un mortero, echando mano del goniómetro para hacer un cálculo a ciegas. Ciertamente, en una situación tan apurada, el instinto de supervivencia funcionó aplicando un recurso que empleaba en otros tiempos, cuando se conducía en moto de noche por una carretera de doble sentido, habitualmente con la pantalla rayada y la pobre luz que era capaz de arrojar una moto de entonces, y los faros de un coche que venía de frente te cegaban por completo. En ese momento crítico, amarraba mentalmente la mirada a la derecha, sobre la línea blanca que marca el margen del arcén.

En la recta trasera de Montmeló, hice lo mismo, y busqué con ansiedad los carteles que marcan la distancia hasta la entrada de la curva. Los encontré, y ese hallazgo resultó sencillamente providencial, representando la referencia sobre la que creo que, unos antes y otros después, frenábamos todos los pilotos.

Poco importaba en esas críticas vueltas que lo hiciera más retrasado o más adelantado, de la curva, poco importaba que la trazada se desviara algunos centímetros, incluso un metro. El caso era entrar dignamente.

En la vuelta siguiente, el panorama no había cambiado, era prácticamente idéntico. Sin embargo, en la que iba a completar después, ya se apreciaba otro matiz, con el campo de visión avanzando algunos metros más sobre el asfalto, mientras que el resplandor se elevaba con el giro de El Planeta. No fue hasta cuatro, o tal vez cinco vueltas después de asomarse aquel resplandor impactando en la cara, cuando por fin podía divisarse con suficiente claridad la entrada a la curva de La Caixa, y acabar así aquel momento crítico, y tan carismático en la resistencia.

Todo parecía ya enfilarnos por una breve bajada hacia la meta. Se sentía su proximidad. Sin embargo todavía habría tiempo para otro momento, un momento más aun, desde luego mucho más desastroso, que nos metió de lleno en el territorio de la catástrofe. Pero, por este capítulo, ya son suficientes emociones; y mejor lo dejamos para describirlo al detalle en la siguiente entrega.

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