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La BarrYcada: una historia pequeña

Desde esta BarrYcada y confío que mensualmente, hablaré de motos y motoristas, de antiguas y nuevas historias. Algunas verdaderamente hilarantes, otras dramáticas o tristes, pero todas reales. Vividas a lo largo de cuarenta años de motociclismo. Será un honor que me acompañéis en este viaje.

Saludos a todos los lectores de SoyMotero.net. Permitidme que me presente: me llamo Marcel Barrilero Blanco, pero soy conocido en el mundo de la moto como “Barry”… de ahí el juego de palabras que da nombre a esta sección. Bueno, es por eso, y porque desde aquí tengo la intención de disparar con bala rasa a todo aquello que se merezca ser disparado. Esa es la libertad editorial que nuestro editor, Israel Medrano, me ofreció al proponerme que escribiese esta columna. “Barra libre” fueron sus palabras exactas.

Corazón de Biker

Quiero comenzar con una historia que me ocurrió con tan solo diez años. Esta fue la primera vez en la que me sentí parte de algo tan grande como el motociclismo. Mis padres me compraron la primera moto con ocho años, una Puch Minicross preciosa. Mi familia tenía una casita en Casillas, un pequeño pueblo de la provincia de Ávila, y allí tenía yo mi moto. En esos tiempos antes de los falsos proteccionismos de hoy en día, comenzaron mis andanzas motociclistas.

Pues uno de esos días andaba yo dando una vuelta con mi moto por la carretera de acceso al pueblo (era esta una ruta muy habitual para los bikers de la época) cuando me crucé con cuatro motos de alta cilindrada, y tal cómo me habían enseñado mis mayores, les saludé con ráfagas. En el momento que la última moto se cruzaba conmigo, algo metálico salió disparado de ella y provocó que se parase. Sus compañeros no se percataron del suceso, pero yo sí.

Puch Minicross

A pesar de mi corta edad, yo estaba al corriente de las reglas no escritas del código motociclista y me paré a ayudarle. Imaginaos el cuadro: un biker de unos treinta años, con una preciosa Triumph, agachado intentando colocar el cubre-cadena que se había soltado, y al que se le acerca un “mico” con su casco en la mano preguntándole qué ocurría. El tipo me miraba entre divertido y sorprendido de que un chavalín se tomase tan en serio esa regla de parar a ayudar a un compañero en apuros.

He de reconocer que a pesar de los años transcurridos, me sigue enterneciendo recordar a ese niño que fui, sacando las humildes herramientas que llevaba bajo el asiento para arreglar la moto averiada. Pero entre los dos solucionamos el problema, y entonces sucedió algo yo no esperaba. Ese motorista enfundado en cuero negro, me dijo que tirase yo delante hasta la plaza del pueblo a buscar a sus amigos. Así que ahí iba yo, más chulo que un pato con ligas, escoltado por esa pedazo de moto hasta el bar Turismo, lugar habitual de parada de todos los motoristas en el pueblo.

Los colegas de mi nuevo amigo le preguntaron qué había ocurrido y éste les contó lo que habéis podido leer hasta el momento. Esos tíos me invitaron a un refresco y estuvimos charlando de motos un buen rato, yo sin complejo alguno pues aunque pequeño, sentía que era uno más de ellos, que solo la edad era diferente. Y así estuvimos tan amigos, hasta que se despidieron de mí dándome un apretón de manos y largándose en sus motos, envueltos en humo y rugidos de motor.

No recuerdo sus nombres, pues han pasado casi cuarenta años de esto, pero nunca olvidaré la mirada de ese biker al que ayudé. Él vio en mí a uno de los suyos, a un joven motorista que algún día se haría hombre y lo seguiría siendo. En su mirada había RESPETO.

Barry

Marcel

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