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Viaje exprés en Scooter (Parte II)

Fotos: SMN
Un viaje de vuelta que arrancó en Barcelona con una atmósfera apacible, casi placentera, y que la meteorología torció y torció, a lo largo de los kilómetros, hasta convertirla en una aventura, con sus momentos apurados incluidos. Te lo contamos todo en este relato-reportaje.

Podría haber hecho el viaje de vuelta al día siguiente del de ida, como quien dice, sin ponerme colorado. Porque, honestamente, después de haber dormido como un tronco, toda la noche del tirón, no sentía la más mínima merma física, ni siquiera como consecuencia de mantener tanta concentración de continuo. Así pues, aproveché la jornada en la Ciudad Condal para visitar su enclave motociclista más importante actualmente: El Circuit de Catalunya, dejando para el día siguiente el viaje de vuelta, que un servidor relata en presente, a continuación, para llegar de la forma más directa posible al lector.

De vuelta en lanzadera

La mañana de la partida amanece totalmente nublada, aunque eso sí, con la atmósfera absolutamente inerte. El viento ha amainado por completo, y al arrancar, inicio el tránsito por Barcelona, con un tráfico lento y engorroso. Mirando treinta años hacia atrás, Madrid era claramente la ciudad más caótica en cuanto a la circulación se refiere, sin embargo, a día de hoy la verdad es que no sabría decir. Tampoco se trata de establecer un ranking, ¿no?

Hago un giro tras un semáforo y quedo encarando la proa del scooter a la salida de una Diagonal que se muestra curiosamente despejada. La perspectiva de la gran avenida, extendida a lo largo de una suave pendiente, me hace sentir frente a la pista de despegue, a punto de colocarme sobre una lanzadera que me catapultará a lo largo de seiscientos y pico kilómetros.

No he elegido el momento a propósito, pero bien por casualidad o bien por la razón que fuere, la cuestión es que el reloj marca otra vez las diez de la mañana en el momento de abandonar la ciudad, con una calma chicha que no podía presagiar, ni en lo más remoto, la lucha numantina que viviría apenas cuatro horas después. Efectivamente, se trata de esa calma que sin duda precede a la tempestad.

El Kymco Xciting 400 en el centro de Barcelona, la mañana del viaje para volver a casa, en Madrid.

El tráfico de la A-2 se va diluyendo hasta que sobre el kilómetro 570 y con unos 50 ya recorridos, la autovía aparece desierta por hectómetros enteros. Y es entonces cuando vuelvo a sentirme, una vez más, El Motorista de Vitrubio.

En el inicio de la breve ascensión al Bruc, la visión a través de la pantalla se hace algo difusa. Son tan solo las microgotas de una niebla alta que cubre la cima, y que termina por envolverme tras coronarla, dejando su llanto resbaladizo sobre el asfalto, para que cuando termine el descenso, llegue el momento del primer repostaje.

La niebla desaparece poco después de reemprender la marcha, y lo cierto es que el camino hacia Lérida se hace tan entretenido, que cuando quiero darme cuenta, ya he dejado atrás la línea divisoria de Cataluña. En ese momento, decido cambiar para la vuelta la carretera que hice a la ida. Se trata de un viaje exprés, ¿no?, pues tomemos la autopista AP-2, en lugar de la N-II que nos llevó a la ida, viajando por su senda de los elefantes.

Un viaje planetario

El sol no brilla, sino que baña el panorama con un traslúcido resplandor, y la atmósfera ha empezado a mostrar sus primeros movimientos. Aprovecho entonces la llegada al primer área de servicio (sólo hay dos en la AP-2), no fuera que anduviese justo de combustible en medio de Los Monegros, y con el tanque lleno, alcanzo a continuación el paso por el arco que marca el meridiano de Greenwich para vivir el momento planetario del viaje. Es curioso cómo, de ese modo tan simple, uno se siente viajando alrededor del globo en un scooter.

Con el paso de los siguientes kilómetros, el paisaje se va aplanando para entrar en Los Monegros, y su travesía a lo largo de la autopista más recta de España corre el peligro de hacerse francamente monótona. Entonces un servidor tiene tiempo para reflexionar y darse cuenta una vez más de cómo, precisamente, las vías más rápidas y despejadas resultan las más propicias para el tedio, especialmente al estar bien señalizadas. Así pasan los kilómetros de forma más rápida para el reloj, mientras que caigo en la tentación de contar cada hectómetro del camino.

A la entrada de Fraga, dejando Cataluña atrás.

Finalmente, sacudo la cabeza y aparto esa obcecación inconsciente antes de que me cause un efecto verdaderamente negativo, para volver la atención nuevamente a elucubraciones. Es fácil para el motorista solitario perderse en sus pensamientos, hacer incluso las reflexiones más profundas, ensimismado, mientras el paisaje desfila por sus flancos como una continua exposición de postales y daguerrotipos naturales. Es en ese momento, casi existencial, cuando decido dar un cierto sentido custom al viaje, y alargo las piernas para poner los pies sobre las plataformas delanteras que se extienden tras el escudo. Coloco el trasero dos centímetros escasos más adelante (no da para más el asiento) y echo el tronco ligeramente hacia atrás, colgándolo de los brazos extendidos.

La postura resulta ciertamente confortable, y de repente Los Monegros toman una curiosa semejanza con las rectas de Arizona, planas e interminables, como los días de un presidiario. Lo cierto es que esta posición del cuerpo, tendida hacia atrás, hace más profundo, si cabe, ese momento dedicado a la reflexión planetaria. Y así, entre cavilaciones que me llevan a un pequeño ensayo filosófico, llega repentinamente la detención obligada en el peaje 11,35 € que ciertamente me escuecen al bolsillo. ¿Realmente merecen la pena? En mi modesta opinión, salvo en caso de lluvia y que quisiéramos eludir las cortinas de agua que levantan las manadas de camiones en la N-II, no. No merece la pena, la verdad.

Un cuarto hostil y salvaje

Al iniciar la circunvalación de Zaragoza por su Z-40, observo algunas gotas deslizando furtivamente por la pantalla y diviso en lontananza, además, algunas nubes negras colgadas sobre un cielo de luz difusa. Pero todo queda, de momento, en una falsa alarma.

Sin embargo, al encarar el último cuarto de los 1.300 kilómetros, que comprende en total este particular viaje, el viento vuelve a tomar todo el protagonismo, y arrecia nuevamente con una fuerza inaudita cuando vuelvo a pasar por la capital eólica de La Muela. En las bajadas que llegan a continuación, tengo la impresión de que sacude más fuerte incluso que durante el viaje de ida, y al pasar junto a los cortes del terreno que me van llevando a Calatayud, ya no me cabe ninguna duda.

Hago un esfuerzo mental para no confiarme, delegando casi toda la responsabilidad en la extraordinaria efectividad que había demostrado la aerodinámica del Xciting 400 hasta ese momento, y preparo brazos y piernas para hacer distintas presiones sobre diversas partes del scooter. Entonces, el viento sopla más y más fuerte, y ahora sí que percibo de verdad cómo las prestaciones del monocilíndrico se ven claramente mermadas para hundirse en un auténtico vendaval.

No podía ser de otra manera, al sentir cómo el aire se aprieta contra la pantalla, aplastándola, y más aun al levantar un codo que saco de su protección para mirar por debajo de la axila, asegurándome con esa absurda sicosis de los despistados, que la bolsa de viaje continúa sobre la plaza trasera. Es un momento en el que siento en los músculos del brazo cómo la cuota del gimnasio queda merecidamente justificada.

A continuación, algunas curvas enlazadas que trazan las bajadas me ponen en situación de forma más drástica, con un par de sacudidas de ésas que provocan el vértigo en tu diafragma, teniendo la terrorífica sensación de que el viento va a levantar, literalmente, el scooter. A partir de ese punto, afianzo bien los pies en la parte más retrasada de cada plataforma, pisando con fuerza en cada lado, como el equilibrista circense sobre la tabla que se desplaza, a un lado y al otro, encima del rulo. De esa manera, logro contrarrestar las auténticas bofetadas del viento, que cada vez llegan con más y más fuerza, en un momento en el que me creo salvado por la campana. La reserva se acaba de encender, justo en una buena hora para la comida.

En el viaje Exprés, pasando junto al pueblo del marciano de MotoGP.

Un aguacero del demonio

Cuando salgo del restaurante y recibo su primer bofetón, me queda bien claro que la violencia del viento había aumentado incluso más. La sensación, francamente, impone mucho respeto al colocarme junto al scooter para equiparme y el día ha pasado de resultar revuelto y desapacible a presentarse verdaderamente hostil y salvaje para el motorista, hasta el punto de arrinconarle para guarecerse en cualquier agujero del temporal.

Sin embargo, una vez en marcha, el aislamiento del casco y del equipo cerrado, así como el resguardo que ofrece la carrocería, crean una sensación que no resulta tan beligerante…, o eso es lo que creo, al menos durante los primeros diez kilómetros. En definitiva, la aerodinámica de KYMCO no es la magia escapista de Houdini, y al final, quieras o no, terminas formando un cuerpo sólido, ensamblado con el scooter, para hacer frente al viento y penetrarlo como un proyectil.

Cuando rebaso el poste del 230, siento de repente el impacto de dos, de cuatro, de una docena de goterones golpeando el casco. Y en un suspiro, se desata la tempestad más imprevista.

La pantalla del casco y la del scooter quedan anegadas, y los goterones arrecian con tal fuerza que sus chispazos ¡alcanzan incluso mi entrecejo! Mientras tanto, un viento maldito arrecia como si lo soplara el mismísimo Lucifer; aunque a decir verdad solo lo adivino, turbiamente, entre los regueros que forma la lluvia y el granizo fino sobre la pantalla del casco, al ver cómo los árboles de los márgenes sufren un azote enfurecido que sacude su follaje en un bamboleo frenético.

Independientemente del espíritu aguerrido que empuja al motorista a luchar contra los elementos, un acto como detenerse en el arcén en esos momentos era, en sí, una temeridad fruto de la más supina inconsciencia. Un riesgo, tan cierto como que era seis de marzo, de quedar aplastado por la sacudida de un camión, en medio de la lucha que también mantienen estos gigantes de la carretera frente al repentino temporal. “El Lute, camina o revienta”, era por tanto la consigna que aquella violenta meteorología me planteaba en la carretera.

Para remate, y como un servidor es un verdadero desastre con la preparación del equipo, el pinlock no cierra herméticamente su hueco con la pantalla, y de repente me encuentro con tres “churretones” que prácticamente tapan mi visión de lado derecho.

Últimos kilómetros en Cataluña.

El momento más crítico

Y de ese modo es cómo llega la secuencia más apurada de la auténtica aventura en la que veo que va a acabar este experimento. Se produce en una larga curva de bajada, a derechas, precisamente el lado por el que apenas veo. Inicio el descenso tratando de adivinar el interior del viraje entre los “churretones” de la pantalla, y justo en el momento de girar para entrar en la curva propiamente dicha, desaparece el resguardo que me estaba haciendo un corte del terreno, y el primer tortazo de verdad que me propina la ventisca pone mi sangre fría contra las cuerdas. Al golpe del aire, y al estruendo que escucho dentro del casco, se añade la lluvia, que me alcanza a bocajarro como si me la lanzasen con un cubo.

Apunto el morro del scooter hacia el vértice del viraje, o al menos hacia el interior, y sujeto su trayectoria contra un viento enfurecido, apretando ambos pies con fuerza en los flancos, lo más atrás posible. Pero en ese momento, y por si aun fuera poco, descubro que la curva transcurre sobre un puente y me doy cuenta de la forma más escalofriante, al pisar su primera junta de dilatación, una franja de goma y metal, amplia y chorreante, que enciende en mi cerebro algunas alertas que no recordaba desde que salí volando frente al estadio de Montmeló.

Y mientras salvo este trance como puedo, descubro en el margen izquierdo, entre las dos calzadas de la autovía, una de esas mangas a líneas blancas y rojas que miden la fuerza del viento, y me quedo absorto por una centésima al mirarla. La barra que la sostiene parece combarse, o son imaginaciones mías, parece que fuera a doblarse, o a arrancarse, en cualquier momento. Pero la amenaza de la siguiente junta me aparta de ese instante de asombro.

No estoy para distracciones, y menos aun para dejarme amedrentar por imágenes intimidatorias. Lo cierto es que el scooter transmitía sobre aquella curva la sensación de un pesquero aldeano navegando en medio de una terrible tempestad. Cuando alcanzo la junta, y a decir verdad, no sé si su paso por ella llega a hacerme resbalar siquiera algún centímetro, porque en el momento de pasar sobre el metal empapado, recibo el impacto de la enésima ráfaga intempestiva.

En medio de Los Monegros.

Creo que siento un escalofrío, no estoy seguro, pero en honor a la verdad, el Xciting 400 dio la cara y mantuvo con suficiente firmeza la trayectoria. Sea como fuere, superar este punto crítico me brinda un extra de confianza para afrontar la segunda mitad del viraje sobre el puente.

Llega otra junta más. Enderezo el scooter, tirando el cuerpo hacia el interior y aunque voy con los pies bien afianzados, haciendo fuerza con ambas piernas, el neumático delantero resbala mínimamente. La pura realidad es que resulta despreciable, porque la anchura del hierro simplemente no daba más de sí.

Una lucha hasta el final

Después de aquella, llegaron otras curvas enlazadas. Más y más series de curvas, algunas con sus cortes del terreno incluidos y sus respectivos cambios de dirección en el viento, pero ya no resultó lo mismo. Fue como si en aquel viraje del puente, mi sensación de peligro hubiera tocado fondo y todo lo demás me resultase cada vez más fácil, bajo un ánimo ascendente.

Por fin, detrás de un cerro, vi la claridad en el horizonte, y a los pocos minutos el aguacero amainó. Al menos gané un punto de seguridad al mejorar la visibilidad; pero por otro lado surgieron nuevas dificultades. La temperatura había caído en picado y llevaba los guantes gruesos calados como esponjas. Las manos se me quedaron heladas en un instante, y el viento, lejos de cesar, mantenía la misma fuerza a 150 kms de la llegada.

Es curioso como a lo largo de los años los motoristas llegamos a desarrollar una capacidad para soportar el frío que puede resultar incluso exagerada, y en según qué ocasiones, hasta perjudicial. No sería la primera vez que entrase en el umbral de la hipotermia sin darme cuenta. El caso es que, en este viaje, la lucha contra el viento me suministró la suficiente adrenalina para aguantar con las manos heladas y el cuerpo un tanto destemplado hasta el km 60 de la A-2, momento el que tocaba el último repostaje.

El aire caliente del secador en la gasolinera resultó sencillamente redentor para mis dedos, que pasé primero por el agua tibia del lavabo para evitar el dolor con el cambio brusco de temperatura. Salí de aquella gasolinera con la mente puesta en mi destino, casi como una obsesión. Ya quedaba muy poco, pero la batalla todavía no estaba ganada, ni mucho menos.

El enemigo era contumaz como una mula de tiro, y aún en la R-2, que tomé para evitar un buen tramo luchando contra ese viento entre un enjambre de coches, me dio varias sacudidas a traición que volvieron a encender todas mis alertas. Incluso después, en el tramo de la M-50 que llegó a continuación, incluso sobre la M-45, volvió a vapulearme en medio de un tráfico nutrido que aquella tarde percibí, ignoro por qué razón, particularmente hostil con el motorista. Y es que hasta en las propias calles de mi barrio, al superar alguna esquina, el viento quemó sus últimos cartuchos tratando de sorprenderme.

Cuando por fin me detuve frente a la puerta de mi casa, el ruido que provocaba contra el casco todavía resultaba desapacible, y al desprenderme de él, con la cabeza libre, la sensación aun se hacía más inhóspita. La verdad es que, en ese momento triunfal, solamente emergían de mi interior los deseos de desempacar, guardar la moto en el garaje y meterme en casa para no salir hasta el día siguiente.

Ni que decir tiene que la ducha caliente resultó providencial, una alivio mezclado con el puro placer del que solo será capaz de deleitarse quien haya pasado antes por un trago similar. Después, al sentarme a escribir las últimas notas de esta particular aventura, hice cuentas del tiempo y repasé mi anatomía.

Por fin en casa, y el Kymco como si hubiera vuelto de un recado.

Recapitulación física

Otra vez repetí, prácticamente, la misma marca. Ocho horas totales de viaje y en torno a cinco y media netas, conduciendo.

No soy, hoy día, lo que se pueda decir un atleta, ni nada que se le parezca, aunque sí es verdad que me mantengo en forma trabajando el físico con regularidad, pero, en cualquier caso, este verano cumpliré los 61. Con estas referencias, pienso que el lector se puede hacer una idea un poco más próxima de los apuntes que dejo a continuación.

Repasando mentalmente el cuerpo, apreciaba una carga en la articulación exterior de los tobillos, sin duda provocada por la presión de la posición deportiva mantenida durante la mayoría del viaje, con una postura que no es la más natural, precisamente, llevando apoyada solo la mitad de cada pie sobre la estrechez que ofrece cada plataforma del Xciting 400 en sus prolongaciones posteriores. Por otro lado, el anterotibial cargado, particularmente el derecho, debido a la fuerza que me vi obligado a mantener durante tres o cuatro horas, pisando con energía cada plataforma para mantener el scooter en la trayectoria.

También sentía un cierto aturdimiento al hacer cualquier tarea de cabeza, por sencilla que resultase, ocasionado sin duda por tanto ruido soportado durante horas, derivando al final en una ligera jaqueca que me acompañó hasta la almohada. A la mañana siguiente, todos esos síntomas habían desaparecido, y pude responder sin trabas a la cita que tenía, a las diez en punto, con el entrenador en el gimnasio.

Pero antes de salir, consulté un dato que hará más fácil al lector formarse una idea de la fuerza con la que el viento sacudió el scooter durante la última parte del viaje. A las tres de la tarde, hora en la que pasé por Calatayud ese 6 de marzo, se registraron rachas de hasta 96 km/hora.

Conclusiones

Al margen del temporal de viento, tanto a la ida y sobre todo a la vuelta, esta experiencia de unos 1.300 kms nos muestra cómo un viaje repentino de estas características puede resultar sorprendentemente llevadero con un scooter medio actual.

Y prueba de lo asequible que resulta es que me dejé prácticamente en el bolsillo el eficiente recurso de cambiar la postura de las piernas con el desplazamiento de los pies hacia delante, aprovechando todo el ancho de la plataforma en una posición urbana, o la de colocarlos más adelante y arriba, en la relajada posición que hemos llamado “custom”, cuando apenas si la probé durante unos pocos kilómetros en Los Monegros.

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