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Proyecto 24 HorEs-40 AñOs (IX): 2’06″999, una barrera trascendental

Estamos acostumbrados a ver cómo un piloto entra en el box faltando 5 minutos y vuelve a salir a pista con tan sólo un margen de 3 para darlo todo y conseguir la pole. Pero para alguien que sólo prueba motos, escribe y simplemente imparte cursos de conducción segura, saltar a la pista con sólo 8 minutos de tiempo para poder alcanzar un sueño de 40 años, puede resultar tan agónico como cruel. Así fue la clasificación para las 24 Horas.

Dedicado a la memoria de Enric Saurí, con el abrazo más sentido para toda su familia y todos sus amigos.

Miércoles 5 de Julio. Seis de la tarde.

Plantado sobre la pista, un poco más allá de la línea de meta, contemplaba a lo lejos el fondo de esa auténtica lanzadera hacia la estratosfera, que es la recta de Montmeló.

A punto de cumplir los 59, había llegado el momento de hacer realidad un sueño que comenzó a gestarse en Montjuich, 40 años atrás, brotando con la ilusión de un muchacho que anhelaba con desvelo subirse, tal vez a una Laverda Jota, quién sabe si sobre una Suzuki Yoshimura, o quizá tras los manillares de una Kawasaki Rickman, para sentirse trepando a ritmo de vértigo por la subida de San Jordi, que finalmente corona en la recta del Estadio Olímpico.

Ya no había excusas ni justificaciones, no valía ya el paso atrás. Me hallaba en ese punto sin retorno que obliga al avión a despegar sin más remedio, con una presión tan crucial como la de la propia supervivencia.

Pero antes de plantarme en la salida de la que sería sin duda la carrera de mi vida, seis dígitos levantaban, con su inocua frialdad, una barrera que revolvía el vértigo en mi estómago cada vez que pensaba en ella…

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2’06“999

Ése era mi número, el registro mínimo que el reglamento obliga a marcar para clasificarse, y todavía en ese momento el crono del ser o no ser para mi sueño. ¡Qué paradoja! 40 años apostados en el frenesí de apenas dos minutos. Así es el mundo de las carreras.

Nunca había rodado en esta pista tan técnica, tan rápida y a decir verdad tan complicada, y no me la imaginaba, por muchas secuencias que hubiera visionado, por mucho que hubiera repasado su recorrido desde el vial. Nada se parece, lo sabe bien el lector, a ver un circuito desde dentro, desde la propia moto.

Al día siguiente, dispondría de media jornada de tandas libres, a compartir con mi compañero Miguel, que él mismo decidió que fueran por la tarde, entre las dos y las seis, para irnos aclimatando al calor húmedo de Montmeló. Dos horas teóricas durante las que ya debía, e ilusamente esperaba, ver varios registros por debajo de esa barrera inexorable de los 2’06“999.

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Jueves 6 de Julio. Dos de la tarde

Mi compañero Miguel se encaramaba a la BMW Motocrom con el número 51 estampado en el frente del carenado, que se hallaba centrada sobre el pit stop, en el mismo umbral del box 42. Mientras, un servidor comenzaba a desvestirse con cierta ceremonia en la trastienda del garaje. Lo hacía con pausa, respirando con profundidad para eludir la tensión. Pero lo cierto es que, cuando comenzaba a enfundarse el traje técnico que va debajo del mono, el vértigo volvió a aparecer dentro de la base del pecho, en un acceso repentino, dando la vuelta completa a su estómago.

Había visto desde la mañana una línea de boxes repleta en la que no cabía un equipo más, con una serie interminable de atalajes colgando de la puerta de cada garaje, montados para iluminar el febril trabajo de cada relevo nocturno durante las 24 horas. La actividad que se observaba desde el muro era como la un hormiguero contemplado en una panorámica única. Pero antes de encontrarme con aquel escenario, había repasado con una visión general la estampa que mostraba el paddock, cuajado de remolques y camiones, de caravanas y de furgones, como en un gran premio de MotoGP. Un paddock que presentaba un aspecto tan imponente que alejaba cualquier sugerencia amateur. La única diferencia con el campeonato estrella de la velocidad, o con el WSBK, era la ausencia de los hospitalitys que despliegan en ellos los grandes equipos oficiales.

Ya con el mono puesto, me asomé al pit lane para contemplar desde allí el aspecto que mostraban los boxes de los equipos más próximos, entre ellos el de Folch, rincón sacrosanto de esta carrera. Miré aquella Yamaha R1 y apenas me costó trabajo imaginar sobre ella a David Salom, un piloto inscrito en las 24 Horas al que he admirado y he entrevistado cuando militaba en el Mundial de Superbikes, y me embelesaba contemplando el box y los paneles del equipo de referencia de esta carrera. Pero en ese preciso momento me di cuenta de mi error de situación. Durante aquellos minutos, había confundido los términos. Sacudí la cabeza y me dije: ¡Que no, Tomás, que no! Que esta vez no has venido aquí como informador, ni sólo para hacer fotos: has venido a correr. Y como la bajada de un ascensor, sentí caer sobre mis hombros, y también sobre mi ánimo, una carga pesada como diez quintales, de la que no me libraría, prácticamente, en toda la jornada.

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Con el estampido de la primera moto pasando por la recta en busca de los 300, sentí un latigazo frío por la espalda que provocó una tiritona instantánea, como un leve espasmo. Sería el presagio de lo que empezaría a vivir y de lo que no me liberaría del cuerpo hasta las 10:30 de la mañana del sábado.

El miedo escénico había calado hasta los huesos de mi entusiasmo como no podía imaginarlo. Así es que de inmediato, tuve que poner en marcha un plan de contingencia para apartar tanto el vértigo del momento histórico en mi vida, como el terrible peso de ese miedo escénico. Y así comencé a repasar mentalmente el trazado de Montmeló, con todo el archivo de secuencias que había acumulado en la memoria tras haber repasado un sinfín de vídeos on board, igual que las impresiones que había recogido tras intentar jugar inútilmente en la PlayStation de mi hijo. Mientras tanto, mi compañero Miguel daba vueltas al circuito como un auténtico molinillo.

Tomé aire durante unos minutos, aún sin ponerme el casco, y traté de concentrarme. Pero antes de nada, debía sobreponerme a la tentación de dejar rilando las piernas con la flojera provocada por esa atracción irracional que ejerce el abismo sobre el ser humano, cuando una situación le sobrepasa y sólo siente deseos de abandonarse para dejar a un lado la presión, incluso la que ejerce el propio instinto de supervivencia.

Para ello, eché mano de un recurso tan primitivo y castrense como el de la mismísima arenga, aludiendo a mis atributos más épicos y masculinos, tan replegados en ese momento por el miedo escénico hasta sentirlos agazapados tras la ropa interior.

Por fin se detuvo Miguel delante del box (parecía que no lo haría en toda la tarde). Los chicos del equipo Motocrom formaron un corro técnico en torno a la moto 51 y, finalmente, Pol, uno de ellos, me hizo un gesto amable, invitándome a subir, con la S1000RR sostenida tan sólo por el caballete trasero.

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Miguel me trasladó una palabra acompañada de dos gestos para indicarme que todo estaba en orden. Y así fue cómo por fin me encaramé a la bestia. No lo pensé, cerré las entendederas estrechándolas sobre el frente y, una vez que abandoné el pit lane, abrí gas.

Abandonar el carril de acceso para meterme directamente en los entresijos de la curva 1 fue como como cruzar el umbral de una fiesta aristocrática en la que te sientes caer como un inesperado advenedizo. Sin embargo, a la hora de encarar el interminable curvón de subida, dejé a un lado los complejos, nobleza obliga, y una vez más en mi vida eché mano del rock para ponerme en situación. Y así sonó dentro de mi cabeza, o más bien en el seno de mi espíritu, la canción que abre el Made in Japan de Deep Purple para catapultarme con un entusiasmo tan efímero que tan sólo duró hasta sentir todo el hierro del bocado, cuando me encaramé sobre el recibidor de la curva Repsol, una frenada que apenas llama la atención a través de la televisión y que in situ, en cambio, exige echar el ancla, como no había calculado el incauto debutante que firma este reportaje. A partir de ese punto, me concentré en cubrir el circuito sobre la moto, utilizando con distintas reservas las referencias que llevaba acumuladas en mi memoria.

Enseguida me di cuenta de que Montmeló es una pista muy difícil, pero sobre todo mucho más comprometida de lo que hubiera imaginado. No podía permitirme ni una sola licencia, porque la caída tenía en varias curvas todas las papeletas para ir a parar al hospital, más aun con una bestia de 200 CV. Aun así me concentré en abrir gas a saco donde estaba claro, y tumbarme de cabeza donde el horizonte se mostraba abierto.

Di siete, tal vez ocho vueltas, y paré. Pregunté qué decía el lap timer (no sabía mirarlo, hasta que me enseñaron), pensando en registros como los dos minutos y medio, o cosas así. La cuestión es que me encontré gratamente con una progresión que me plantaba en un 2’13”. ¡Bien! Estaba en el buen camino.

Volví a subirme, esta vez sabiendo mirar en marcha los dígitos del implacable cacharro. De inmediato empecé a ver tiempos por debajo de los dos diez para pasar a renglón seguido al rango de los 2’.08” y hacer después una nueva parada en boxes, viendo incluso un 2’07” alto. ¡Bien!

Salí a la pista en una tercera tanda, convencido, incluso sobrado, contando con que vería en el reloj más de un 2’05”, y, a buen seguro, algún que otro 2’04”. Sin embargo, no se imagina el lector hasta qué punto es implacable el maldito cronómetro, tanto que hay ocasiones en las que llega a parecer incluso cruel. Y así me fue.

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El 2’07” se fijó en el display igual que si llevara pegada sobre él una calcamonía con la dichosa cifra impresa. Sí, el 2’07” se levantó como una barrera previamente establecida por el destino para hacerme la vida muy cuesta arriba. Muchos 2’07”, sí, pero el colmo del día llegó al final de aquella tercera tanda.

Había hecho pienso que de una forma digna el eterno curvón (3), había pasado lo mejor que había podido el engorro de la curva Seat (5); en la ciega (9) que corona “La Moreneta”, aguanté sin tirarme demasiado pronto, y en el Estadio (11 y 12) tampoco había perdido el Norte. Fue así cómo encaré desde arriba la última curva (14), que impone al novato hasta dar miedo, como sólo él lo sabe. Una curva de pura decisión, en la que la duda no tiene cabida.

Concentrándome desde lejos, atornillé la mirada en el interior: de ninguna manera podía diluirse en otro punto porque representaría el desastre. Y calibré la punta del carenado fijando su objetivo, como el de un caza de combate, exactamente en el piano del lado derecho. Hice el paso con la rodilla por encima y le aseguro al lector que no es fácil las primeras veces, porque el momento de inercia te expulsa hacia una grava que se extiende fuera como tu destino ineludible.

En ese punto, con el cuerpo fuera de la moto, la cabeza a un metro apartada del salpicadero y el codo derecho apuntando al suelo, sentí rozar la punta de la bota, una bota elevada y puesta a cubierto de puntillas tras la carrocería para no fundirla contra el asfalto al cabo de 24 horas. La tumbada no podía ser ni más extrema ni más espectacular. Y en el momento en el que empecé a adivinar el final de la curva, abrí el gas electrónico de la BMW Motocrom con el mismo paso que si se tratara de un puño mecánico. Un momento después, lo remangué a tope, sin contemplaciones, mientras puse la moto lo más vertical posible y mantuve el cuerpo abajo, mirando al suelo. Así traté de imitar a Pedrosa, si bien es verdad que un servidor resulta un auténtico cetáceo al lado del gran Dani. Con la brutalidad de la tracción, la moto empezó a menearse de una forma casi erótica, aunque le aseguro al lector que lo último que pude sentir en esos momentos fue cualquier brote de sensualidad. La verdad es que la moto se retorcía de una forma indómita, y frente a ello logré hacerme fuerte y sujetarla al recordar la frase de los grandes como Doohan, o de los expertos como Alberto Puig, esa frase que afirma que si la moto se mueve, es señal de que vas rápido. Y, desde luego, si alguien hubiera visto aquella secuencia grabada en vídeo, a fe que lo hubiera dicho: Este tío va rápido. Sin embargo…

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Cuando la moto se puso definitivamente vertical, encarando la recta, me fundí con ella, apretando todo mi cuerpo contra su fuselaje y sintiendo en mi interior el convencimiento de que estaba rematando la vuelta de mi vida, de que iba a fusilar el crono. Dejé pasar de largo el punto en el que el lap timer marcaba sus registros, porque me sentía seguro y quería recrearme en esa seguridad para que me aportara una fortaleza sobre la pista, tan necesaria esa tarde para mí como el mismo agua de mayo.

Finalmente, levanté el cuerpo sobre la frenada del fondo, apenas rebasado el cartel del 300 y sin llegar todavía al piano exterior que marca el margen. Entonces dejé caer con suficiencia mi atención sobre el display. Sin embargo, el registro que encontré pulverizó, literalmente, mi moral más prudente. 2’08“7… ¡Por Dios, me voy a mi casa! Pensé de inmediato según me derrumbaba. Sí, seguramente hice la última curva de esa vuelta cerca del límite de estabilidad y del control de la moto, pero está claro que el secreto de la velocidad está en otros rincones verdaderamente ocultos.

Aquella noche me fui a dormir tan decepcionado que no tenía ningunas ganas de pensar en la carrera, y, por otro lado, la larga tensión mantenida durante todo el día me había agotado y también desgastado muscularmente, tanto que llegué a preocuparme pensado en cómo podría pasar por los seis relevos teóricos de una hora en las 24 de la carrera.

La cuestión es que, al día siguiente, viernes, a partir de las 8 de la tarde, tendría que batir el mejor crono del jueves, 2’07“4, y, si no lo consiguiese, fuera: de vuelta a casa con el rabo entre las piernas y el sueño de 40 años esfumado como el efluvio de una ilusa borrachera.

Aquella noche no me pude ir más decaído a la cama. Sin embargo, al despertar, creía haber escuchado piar el teléfono sobre la mesita de noche. Lo encendí y encontré un mensaje de Miguel: Tomás, he visto en el lap timer un 2’06“235 tuyo. ¡Caramba! Así el día de la crono amaneció con el mensaje más alentador posible. Era capaz de hacerlo… Sin embargo, había que hacerlo.

Agradecimientos: Lubricantes Pakelo, Motocrom, AutoPremier BMW

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