El planteamiento
59 años, poco más de un quintal de peso y sobre todo 1,91 de estatura no representan, precisamente, las mejores cifras para ponerse tras el manillar de una naked y hacer con ella un recorrido de ida y vuelta completo por autovía, lo más monótono y aburrido para cualquier motorista, y, por añadidura, lo más expuesto para una moto desnuda. En cualquier caso, tampoco se trataba de ponerlo lo más difícil posible, aunque sí de diseñar una pequeña aventura para mostrar cómo un viaje así es factible también sobre una naked y para la inmensa mayoría de sus propietarios, o usuarios ocasionales; además de explicar los posibles recursos y la distintas mentalidades que se pueden ir aplicando para afrontar un viaje de estas características.
La moto
El modelo elegido para la ocasión es una Triumph Speed Triple 2016, una de las naked de posición más radical, con el tronco echado hacia adelante, prácticamente como en una deportiva de hace unas décadas; con la protección, se puede decir que inapreciable, de la pequeña visera que monta sobre los relojes. Además, la colocación del trasero sobre el asiento, casi encastrada, recortando el posible juego para acercar más o menos el pecho al depósito; con lo que los cambios de postura quedan recortados, en comparación con el margen de maniobra que nos brindaría una moto más larga.
El equipamiento
Visto el recorrido (no tenía mucho que estudiar, la verdad) y programado el día, sólo faltaba consultar la meteorología, únicamente como la mera confirmación de que algún vendaval inesperado no fuera a arrasar el trayecto que recorrería durante ese día. Con ello visto, sólo me faltaba por decidir la forma de equiparme más apropiada para un viaje de estas características.
Pues bien; aunque me estaba planteando una travesía de tan solo un día, hablando de este país, la cuestión no es tan simple como pudiera parecer, porque nuestra península acoge en su perímetro una variedad orográfica, y unos cambios de clima, que para sí la quisiera algún continente entero. Aun así, el tiempo se presentaba más o menos estable, por lo que la elección quedaba entre el equipo completo de cordura diseñado para el entretiempo y el invierno o el cuero, puro y duro de toda la vida.
Dado que las temperaturas no serían extremas, descarté finalmente el traje de cordura por sus pliegues y también su textura enrejada; por muy tupida que resulte. Sobre una moto tan expuesta, el viento no pasa tan fluido por el pecho, por los hombros y por las pantorrillas, como lo hace sobre el cuero, y pensé que siempre ejercería cierta fuerza de tracción, a modo de vela, por pequeña que resultase sobre la cordura de la chaqueta y del pantalón. Se trataría de una presión muy leve, desde luego, pero que al cabo de tantos kilómetros, tan seguidos, nadie duda de que haría su particular aporte al cansancio. Así es que, pudiendo elegir, finalmente me decidí por un mono de piel en dos piezas, con las correspondientes botas deportivas. El equipamiento más aerodinámico posible, al fin y al cabo, para viajar por autopista o autovía, reforzado debajo por una traje técnico Hevik completo, más un fino forro polar.
Las pertenencias
Lo primero que nos surge en un viaje con una moto desprovista de maletas, incluso de asas traseros a los que amarrar cualquier equipaje, por escueto que sea, es la idea de acoplar una bolsa sobre depósito, a menos que seamos el sobrino favorito de alguien como Amancio Ortega, y tan sólo necesitemos nuestra tarjeta de crédito para viajar. Aun así, para hacer esta travesía en tan sólo unas horas, prescindí de esa bolsa por constituir un elemento que cambiaría sustancialmente las aptitudes de la moto, y su aerodinámica, con lo que rebajaría el valor divulgativo de esta prueba.
Así pues, hice el apaño con una mochila, blanda y pequeña, fijada a la plaza trasera mediante una red elástica. En ella metí una pantalla clara y una muda completa interior, porque había que contar con la posibilidad de que me venciera el agotamiento y que no me quedara más remedio que hacer noche en plena ruta.
Equiparse y arrancar
En el primer trámite, es importante hacerlo con cierta minuciosidad, cuidando los detalles al vestirnos para que nada nos moleste y tome con ello parte de nuestra concentración durante el viaje. Por ejemplo, elegir bien la ropa interior, evitando las costuras gruesas o los elásticos que aprieten más allá de la mera sujeción. Lo mismo que creo que la primera colocación sobre la moto, que también debe de ser estudiada con cierto matiz, para lo que requiere un tiempo que necesitas abrir en plena excitación por el comienzo del viaje.
Bien. Después de dejar atrás la barriada en la que vivo, tomé la autovía de circunvalación hasta dejarme en una de las seis radiales que surcan la Península.
Primera mentalidad
La velocidad constante que debería de mantener era evidente: No iba a poner en juego ni un solo punto del carné, con lo que tendría que mantener a raya la Speed Triple dentro de ese límite. Algo que en una moto tan rápida y potentísima me hubiera resultado muy complicado, de no haberse tratado de una naked con un tricilíndrico tan suave y tan dosificable como lo es el 1050 fabricado en Hinckley.
También contaba con que a esa velocidad que me había marcado, el flujo del aire me ayudaría a sobrellevar el cansancio (más incluso que como ocurriera en el otro viaje exprés, que ya publicamos, con una deportiva), pudiendo recostar, literalmente, el pecho sobre ese viento, mientras dejaba que tirase de mis hombros hacia atrás, mientras que apoyaba la frente del casco sobre esa fuerza invisible en contra, un recurso que rebajaría el trabajo de los músculos del cuello.
Bien. Pues para los 900 km seguidos que tenía por delante, me había planteado desde el principio y casi como constante una mentalidad de maratón, aprovechando el verdadero trabajo de nuestra cabeza que exige esta prueba y la experiencia acumulada a lo largo de su vida por un servidor, después de haber cruzado la meta hasta en nueve ocasiones tras correr a pie los míticos 42.195 metros. Una mentalidad apoyada sobre todo en la capacidad de sacrificio que forja una aventura así, apartando los pensamientos negativos, como el deseo de entregar la cuchara, del abandono, y economizando al máximo los esfuerzos y las tensiones para un viaje del que no me imaginaba el fin. Lo cierto es que me vino bien, acerté; aunque fue sólo durante el primer cuarto del trayecto total.
Otra actitud
Cuando me elevé al altiplano, volvió a sorprenderme ese frío seco y descarnado, que suele presidir la meseta central. Me caló hasta las entrañas, con lo que agradecí ver entonces la aparición del testigo de la reserva. Reconozco que lo viví igual que ese alivio vital de la campana para el púgil arrinconado contra las cuerdas.
Un café, que sentí cómo me devolvía la vida a medida que me recorría el cuerpo, y vuelta a la ruta, pero esa vez para abandonar poco a poco el pensamiento maratoniano, porque el viaje comenzaba a tomar toda su dimensión en mi cabeza, ya que podía abarcarlo al completo dentro de mi mente. Fue entonces cuando comencé a considerar que esa actitud del maratón resultaba demasiado preventiva, algo conservadora, para un viaje con frío en el que iba sintiendo cómo me exigía, además, cierta viveza para combatirlo; una viveza que también debería de ir graduando a medida que transcurrieran los kilómetros y fuera subiendo la temperatura.
El frío de la meseta se evaporó con un sol ya levantado, pero todavía necesité unos cuantos kilómetros más antes de que se disipase esa sensación helada, incrustada en los huesos, con la que volví a salir del bar. Y así fue cómo, una hora después, percibí los primeros signos de la humedad templada del mar envolviendo el cuero del mono, para que poco a poco, un sofoco creciente comenzara a subirme hasta la cara.
Un viaje de subir y bajar
Efectivamente, así es cómo terminé por plantearme este viaje: con el perfil de un puerto de montaña, cuando me vi capaz no sólo de abarcarlo, sino también de acabarlo en una sola etapa. La verdad es que sentí desarrollarse la primera mitad más en bajada que en subida, propiamente dicha, porque se me pasó en un lapso tan escueto en el que sólo cupo la estocada del frío, un café y dos reflexiones hasta que me planté en la segunda parada para repostar, mientras ya empezaba a adivinar el punto elegido para mi retorno en el horizonte.
Con el depósito lleno, apenas unos minutos después, ya estaba fuera de la autopista, atravesando calles y rotondas con una forma de moverse torpe, cuando se llega con la mente y el cuerpo adaptados a una velocidad de crucero durante horas. Una vez dejados atrás los edificios de apartamentos y las embarcaciones deportivas al resguardo de su puerto, tomé una carreterilla, serpenteante y deliciosa, que me llevó hasta la punta de la costa en la que fijé el extremo de mi viaje.
Media vuelta sin cavilar
Un breve momento para el disfrute contemplando una magnífica estampa, con los sorbos tonificantes de un refresco tonificado; pero, eso sí, ayunando para eludir un sueño seguro que me hubiera puesto realmente cuesta arriba retomar la marcha.
Abandoné la placidez de la silla sobre la que me había acomodado durante apenas diez minutos y miré por un momento al fondo, al horizonte plano del mar, intentando calcular que mi casa podría estar a una distancia parecida. Me hallaba en la cima de ese puerto imaginario, con perspectiva más lejana en el frente, y ahora tocaba deslizarme por el descenso.
Abandoné cualquier cálculo y dejé al margen la tentación de cavilar sobre el trecho que aún me quedaba por cubrir. Pero en el momento de sentir la tracción de la Triumph en marcha, la sensación de llevar ya hechos más kilómetros que el trecho del camino que todavía me quedaba por recorrer, resultó como una inyección de entusiasmo para que pasara por cuarto siguiente del viaje (el tercero) abstraído en mis pensamientos, apartado mentalmente de la autovía. Todo resultó como la seda hasta muy poco antes de la siguiente parada para llenar el depósito, con un panorama que cambió radicalmente con la presencia de un protagonista totalmente inesperado.
El invitado inoportuno
Pienso que todo motorista, salvo extremos, toma al viento como el enemigo más peligroso en la carretera. Ese viento, racheado y caprichoso, empezó a entrar por un lateral, con ráfagas que lo convertían en un verdadero vendaval.
En una moto desnuda, como la Triumph Speed Triple 1050 R que conducía, el viento incide de una forma algo menos intensa que lo hace, por ejemplo, chocando contra una moto con carrocería. En este caso, tuve que acoplarme con mayor detalle a la ergonomía de la moto, particularmente con las piernas unidas al depósito, los codos algo más plegados y tratando de buscar con la frente, aunque no llegase a alcanzarlo, el rebufo de la discreta visera que cubre el cuadro de instrumentación. Además de ello, con las puntas de las botas mirando claramente al motor, podía hacer con los pies una forma de cuña que facilitaba un poco más la penetración en ese viento variable.
Además de estos recursos aereodinámicos, la mirada clavada en el frente, para no perder en ningún momento la trayectoria, y muy importante, reforzar la tracción del motor bajando dos marchas; con lo que debería de hacer en cuarta el resto del viaje. Sin embargo no fue necesario, porque el tricilíndrico de Triumph ofrecía unos bajos con suficiente fuerza como para combatir con éxito garantizado el viento que encontré, manteniendo a la Speed Triple 1050 R perfectamente alineada sobre el carril de la autovía con la sexta puesta.
Si a todos estos recursos anteriores añadimos además la situación del trasero algún centímetro más adelante tal y como en cierta ocasión me explicó el extravertido Jordi Torres, le daremos un punto más de aplomo al conjunto.
La conclusión de esta lucha contra el viento tuvo un efecto positivo con el que tampoco contaba, y es que la lucha mantenida para llevar la moto la línea que pretendía eclipsó ese tedio de la autovía que todo motorista trata de evitar. Con este efecto, el tiempo psicológico resultó sustancialmente más corto para cubrir un buen cupo de kilómetros.
Mentalidad Endurance
Hice una última parada para repostar que aproveché para tomar un bocado ligero (montado de lomo), y me puse en marcha antes de que se entumeciesen los músculos. Considero muy importante tener en cuenta este punto en las paradas: tomar el tiempo justo para reponer fuerzas sin que el cuerpo se enfríe.
Los últimos kilómetros de autovía se me hicieron realmente cortos, impulsados por ese entusiasmo que se enciende como un revulsivo dentro de nosotros, y que parece darnos un aporte extra en vitaminas, aunque sólo sean sicológicas que me llevaron a plantarme en casa con una sensación de encontrarme muy pronto cruzando las barriadas de la periferia. La continua concentración, perseverante sobre los kilómetros, la lucha posterior contra el viento, con su gasto extra de energías, y de gasolina, pero con su laboriosa dedicación y, finalmente, ese entusiasmo por sentir cercana la meta me llevaron a cubrir los últimos veinte kilómetros con la modesta sensación, en mi fuero interno, de una marcha triunfal.
Las secuelas
Al parar el motor dentro del garaje, miré el reloj y calculé. Pasaron unos minutos más de las diez horas para cubrir 920 km.
Tras una ducha caliente y la puesta de una ropa peatonal, charlaba animadamente con con la familia, y lo hacía sobre otros temas diversos, con alguna que otra alusión a mi pequeña aventura en una naked. Mientras tanto no sentía molestias en ninguna parte del cuerpo, tampoco se quejaba mi espalda entumecida, ni el cuello y mi apoyo sobre el asiento de la Triumph. Me imaginaba otro estado físico más machacado, la verdad.
Conclusión
Este reportaje no pretende hacer ninguna demostración ni batir ningún récord, sino que tiene una misión divulgativa, tal ve incluso de servicio público, para ayudar, en la medida de lo posible, al propietario de una naked que se vea, obligado o no, enfrascado en un viaje de unas características parecidas, y que no se vea limitado de una forma previa y tal vez precipitado.